viernes, 25 de noviembre de 2011

DISTRITO INVERNAL


Bogotá de Santa Fe, alias la nevera, alias la Atenas suramericana, alias la ciudad coqueta, debería, algún día, ser bautizada como la ciudad del eterno invierno, por obvias razones, por analogía con el slogan hiperpaisa. No es una crítica críptica, no es una maldición, ni siquiera es una queja. Es tan sólo una severa aseveración de bogotano bogotanista.

La ola invernal de los últimos meses nos ha devuelto nuestra esencia gris y pluvial, que fue episódicamente diluida por la cortina de humo del aparente verano que nos suele dar aquel sol de mentiritas, el cual, cual cualquier foco de vitrina, nos ilumina la faz y nos la quema, estropeando los electrodomésticos desacostumbrados a su rayo fatal (que algunos confunden con la felicidad, especialmente los domingos en la tarde, mientras pasean a sus perros y sus hijos indistintamente), e irrita la susceptibilidad de nosotros, los heliofóbicos.

En Bogotá siempre ha llovido, y el frío ha cundido: 68% de lo uno, 17ºC de lo otro; tiempo mayormente nublado, 2600 metros más lejos del subsuelo. La primera impresión que de esta ciudad tuvo Gabo García, el escritor, fue la de que era habitada por los inventores de la muerte… pero sabemos que, en el fondo, somos sus pacientes anhelantes, que la tal cultura que se esgrime como estandarte para atraer turistas y bohemios es sólo una fachada: mucha oferta escénica, gastronómica, arquitectónica, bibliotecológica y ginecológica, equiparable a las muchas maneras de morir ipso facto o por cuotas, por arma blanca, ladrillo rojo o desprecio multicolor, gracias al lejano prójimo, que siempre se cruza con nosotros en las aceras y nos mira con cara de …¿y tú quién eres?... ¿quién te crees?... te quiero matar, pero no puedo.

Por eso, cada vez que las nubes se convierten en el único techo, y nos cobijan con su tenue oscuridad, todo está bien, excepto por los barrios inundados y los ríos desbordados; excepto por los trancotes automovilísticos y los semáforos desconfigurados; excepto por las líneas telefónicas infartadas y los taxis inconseguibles. De resto, todo igual o mejor; todo unificado por el agua llovida que viene del éter, y que nos lava las consciencias para regresar a nuestro estado natural: homini sapiens hartos de sobrevivir, con ganas de vivir esa vida que predican las novelas, las telenovelas y los comerciales alcohólicos.

Llueve, y todo el caos latente y tan bien disimulado se vuelve explícito; las pintas aplicadas con asesoría se arruinan por los charcos arrojados por los carros conducidos por animales (así los llaman los de las pintas arruinadas). Llueve, y se echan a perder esos caros peinados que no son más que pelo de mamífero así y asá. Llueve, y todo se ecualiza… por unos días. Llueve, y se estropean maquillajes, gamuzas y documentos ajenos… ¡lero, lero!, mientras tú y yo transitamos por la mitad de las avenidas, bajo un paraguas convertido en cedazo por efecto de los rayos que lo han carcomido con sus ataques no premeditados; los rayos de Dios, el misántropo mayor.

Lo bonito de la lluvia bogotana es que nos recuerda cuán frágiles somos, por si el sentimiento de superioridad ha crecido demasiado; nos aplaca y nos obliga a buscar refugio bajo las cornisas y los parasoles que ya no tiene sol que parar. Otros, en cambio, la desafían o entienden su juego propuesto desde hace eones: le escupen, bocarriba, para mezclarle su saliva, singing in the rain, salting in the charcs; la beben por los poros, para integrarse a su canto milenario, cada tanto interrumpido por ese sol que no nos dice nada, que corta la inspiración, que derrite helados y cerebros, evaporando sueños, para matarnos de insolación e insolencia.

¡Que llueva, que llueva!...¡El miedo está en su cueva!

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