Esa pelea en la que dijiste algo que sabías que le iba a doler y que a los cinco minutos que salió de tu boca, deseaste nunca haberlo dicho.
Ese momento en el que regresaste de muy lejos para decirle algo y si hubieras llegado cinco minutos antes, se hubieran encontrado.
O esa vez que decidiste no esperarte cinco minutos más en el teléfono para ver si te contestaba.
Si hubieras volteado cinco minutos antes lo hubieras visto.
Si te hubieras levantado cinco minutos después te hubieras pegado.
En cinco minutos te diste cuenta que la querías besar y cinco minutos después del beso te diste cuenta que te equivocaste.
Faltaban cinco minutos para que se acabara la película y se fue la luz. Lo que permitió que empezaran a fajar cinco minutos antes de lo esperado.
El tiempo. Espectro impredecible que no sabe perdonar. Y aún así, si no existiera el tiempo, no habrían comparaciones, no habría drama, no habría orden, no habría imaginación, no habría música, baile, nada. Es el tiempo el que aparentemente quita el dolor. Es el tiempo el que ayuda a tener madurez. Es el tiempo el que se ríe de repente de nuestros planes por controlarlo. Y no, no lo podemos controlar, pero sí lo podemos usar a nuestro favor o en nuestra contra.
Son esos cinco minutos que decides esperar, los que puedes controlar. No controlas si pasan rápido o lo que sea que pase cuando esperas, pero sí puedes decidir utilizarlos. Son esos cinco minutos que nos detenemos a escuchar en vez de interrumpir.
Si la vida la viéramos como un cúmulos de momentos de cinco minutos, el tiempo parecería menos cruel. Poco a poco nos daríamos cuenta que así podríamos controlar más nuestro entorno, nuestro impulso y nuestras emociones.
Es el tiempo el que parece limitarnos, pero también es el tiempo el que nos da toda la libertad.